Manhattan (Proyecto)

El proyecto Manhattan (conocido en un primer momento como Manhattan Engineering District), iniciado en 1942 para responder a la amenaza nazi y al ataque de Pearl Harbor, ha quedado inscrito en la historia como un momento clave en el que la ciencia ha mostrado un nuevo rostro.  Si los vínculos de los científicos con el Estado y las operaciones bélicas han sido estrechos durante mucho tiempo (ya Arquímedes fabricaba armas para el rey de Siracusa, y Napoleón movilizó un gran contingente de científicos para su campaña de Egipto) el proyecto Manhattan los reforzó de una forma no conocida hasta entonces.

Con el objetivo secreto de fabricar la bomba atómica un equipo de centenares de investigadores e ingenieros se instaló sobre una mesa, en un lugar perdido de Nuevo México. Fueron dirigidos por dos personas muy diferentes: el general Leslie Groves, lobo solitario que no se caracterizaba por ser sutil en las relaciones humanas, y el físico Robert Oppenheimer, brillante, cultivado e hipersensible. Fue él quien encontró el lugar donde se instaló el proyecto: Los Alamos, una escuela para niños problemáticos, conocida por Oppenheimer en unas vacaciones.

Requisada rápidamente, dotada en pocas semanas de carreteras y aeropuertos, en la mesa o cima plana de la colina surgió una ciudad nueva dedicada en su totalidad a la fabricación de la bomba, que llegó a tener más de 50 mil habitantes.

Otros lugares se complementaron con Los Alamos para construir ese artilugio destructivo. En la fábrica de Oak Ridge se trató el uranio, la de Hanson se dedicó al plutonio, y en el Laboratorio metalúrgico de Chicago se testaron los aceros y otros mecanismos necesarios para su construcción.

Rodeado de los mejores físicos del momento, entre los que cabe mencionar a Hans Bethe, Richard Feynman, Enrico Fermi y Leo Szilard, «Oppie» coordinó las múltiples actividades de carácter técnico vinculadas al proyecto impulsando al mismo tiempo los aspectos teóricos en una época en la que los mecanismos de realización de la fisión nuclear y de producción de material fisible no estaban aún dominados.

Las relaciones entre científicos y militares, a pesar de los rígidos reglamentos que precisaban las prerrogativas de unos y otros, no fueron fáciles. El mismo Oppenheimer fue sometido a vigilancia por los servicios de contra-espionaje. Tiempo después se le retiraría la confianza política y caería en el ostracismo. Pero antes de sufrir ese castigo logró, gracias a sus extraordinarias capacidades, dinamizar ese complejo proyecto científico-militar y provocar -el 16 de julio de 1945- la explosión de Trinity, no lejos de Alamogordo. «Esto ha funcionado», dijo con frialdad Oppenheimer.

Entonces, otro físico participante en el proyecto, Kenneth Bainbridge, previendo las consecuencias del lanzamiento de las bombas sobre Hiroshima y Nagasaki y la escalada de terror durante la guerra fría, replicó con una sentencia que ha pasado a la historia: «Ahora todos somos unos cabrones».

Casi todos los integrantes del proyecto Manhattan tuvieron posteriormente problemas de conciencia . Oppenheimer fue uno de ellos.  Después del ataque a Hiroshima le manifestó al presidente Truman: «Todos tenemos las manos manchadas de sangre», a lo que el presidente norteamericano replicó «Pues se lavan».

Si el proyecto Manhattan significó un éxito tecnológico también dejó una honda huella en la conciencia moral de la humanidad.

N.W. [Nicolas Witkowski]

Ver: lo militar, nuclear, trinidad

Bibliografía: Rival, M, Robert Oppenheimer, Flammarion, 1995

Los militares

El hecho que las relaciones entre las ciencias, los miltares y la gestión del Estado provengan de tiempos antiguos es bien conocido (Arquímedes fabricaba armas) como también lo es los discursos de los savants que sostienen frecuentemente que esas relaciones son al contrario accidentales y coyunturales. Para ellos la ciencia está del lado de la trascendencia y de los saberes, mientras que los otros asuntos remarcan más bien cuestiones técnicas, de poder y de intereses materiales.

Intentar averiguar por qué las ciencias han estado siempre vinculadas a los asuntos militares es tarea fácil. En la medida en la que las ciencias y las técnicas permiten frecuentemente intervenir en el mundo, el poder (económico, político o militar) se interesa en ellas y desea usarlas.

Si se admite que las ciencias de los cuatro o cinco últimos siglos son a la vez sistemas de descripción del mundo pero también saberes construidos para intervenir en él, se comprende el interés de los políticos en apropiarse de sus resultados y modos de acción. A modo de ejemplo, se puede considerar, para la época moderna, lo que las academias denominan matemáticas mixtas (cartografía, geodesia, construcción de instrumentos matemáticos, técnicas de artillería, fortificaciones) o, para los dos últimos siglos, lo que se puede denominar ciencias del ingeniero (química, física y las diversas ingenierías: eléctrica y electrónica, por ejemplo). Se puede también pensar en herramientas matemáticas conectadas, via modelos, a los medios de cálculo, de los que el ordenador es el último avatar.

En el primer caso, se trata de medir, fabricar mapas, facilitar la navegación, concebir el refuerzo de una plaza fuerte o analizar sus puntos débiles -cosas todas ellas importantes para los Estados modernos. En el segundo, y particularmente a través de la experiencia de laboratorio, se trata de purificar los fenómenos, haciéndolos más sencillos y manipulables gracias a máquinas y dispositivos, de comprender sus mecanismos, lo que nuevamente, solo puede interesar a los poderosos. Dicho de otra manera los saberes que caracterizan la ciencia occidental de los últimos siglos requieren de técnicas para ser establecidos y ellos mismos generan técnicas-  de manera que el militar no puede más que encontrar interés en invertir en ello.

El proyecto Manhattan, en los Estados Unidos, en el que se unieron científicos y militares con la finalidad de fabricar el arma absoluta, es un caso extremo de colaboración voluntaria orquestada por el Estado.

El caso de Francia es ejemplar por otras razones puesto que el aparato de Estado se apoyó, al menos desde el siglo XVII, sobre los cuerpos de oficiales ingenieros y savants, y sobre académicos pensionados para servirlo. Estos hombres de Estado, educados en las matemáticas y otras ciencias, trabajan para el rey que les mantiene y les pide a cambio estudios y puestas a punto de procedimientos, controles de las actividades del reino y propuestas para el futuro.

En lo que se refiere más específicamente a los militares hay que resaltar el hecho de que la guerra moderna nace al mismo tiempo que la ciencia. Hace seis o siete generaciones, el oficio de ingeniero era sobre todo un asunto de militares, y las escuelas militares eran los lugares fundamentales de hacer ciencia. Desde 1794, la Escuela Politécnica y los cuerpos de ingenieros civiles y militares que alimenta están en el corazón del sistema científico y del servicio del Estado- la forma más acaba de esta fusión se produjo durante la Revolución y el Imperio.

En todos los campos en los que el saber es directamente un medio de poder (navegación, geografía, topografía, geofísica, astronomía, óptica, telegrafía, comunicaciones, electrónica), los ingenieros militares han jugado siempre un papel fundamental.

A lo largo del siglo XX, el peritaje francés en materia de metrología y de estándares fue responsabilidad de los artilleros, del Laboratorio central de armamento o del Instituto de óptica, y el aparato militar, hasta hace poco tiempo, ha desempeñado un papel crucial en el desarrollo de nuevas tecnologías.

D.P. [Dominique Pestre]

Ver: Manhattan (proyecto), Napoleón, príncipe, investigación operacional.

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